Llegaste a mí, mas ya no te pensaba, la tarde de estampida y desapego; trayendo de tu mano el florilegio de versos que escribí mientras dudaba. Llegaste a mí, certero y sin censura tan grácil, caballero y tan sereno, contigo de la mano el sortilegio que pudo consumar nuestra aventura. Y allí adoré tu sombra y mi figura, imágenes, relentes de un te quiero, con brotes de añoranza en cada arpegio que impuso su romance con ternura. Allí ofrecí, la magia que abrazaba, las noches taciturnas, mis desvelos, el beso surtidor del privilegio que supe defender mientras dudaba. ¡Llegaste a mí, silente en la alborada! Prendiste aquel candil sin proponerlo, tomaste mi obsesión desde lo egregio: ¡Me hiciste claudicar enamorada!
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